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Cierra la librería CERCLES

Publicado por El Librero Callejero el 26 septiembre, 2019
Publicado en: Uncategorized. Etiquetado: Noticias. 5 comentarios

Gustavo

La muerte de un abuelo, la quema de un libro, el cierre de una librería… mordiscos que desgarran a cualquier alma sensible.

Hoy decimos adiós a la librería CERCLES, que cierra sus puertas en Bailèn 201. Durante diez años traspasar aquella puerta de vidrio y madera siempre abierta, entre los viejos aparadores de los años 40 atestados de libros usados, era el equivalente a ingresar en una dimensión fuera de Barcelona, del espacio y del tiempo. Lo que allí dentro ocurría era alquimia, y solo lo saben las almas iniciadas que conocían el lugar.

Una vitrina que se hizo mítica, llena de coleccionismo de amados recuerdos, unas estanterías de suelo a techo que apenas soportaban el peso que las cargaba, torres de libros de diversas alturas germinando en cualquier rincón, una lámpara china coronando el centro del pequeño local/microuniverso, un olor inconfundible a papel con décadas de antigüedad…

Encuentros notables, sincronicidades y tertulias sin fin con toda una galería de personajes circenses que constituían el público fiel de la librería. Momentos que no serán olvidados jamás. Un mundo aparte.

Desde aquí nuestro más sentido homenaje a Gustavo, el Mago que capitaneó con admirable tesón tan ilustre barco. Gracias amigo, por tanto, de parte de todas y todos nosotros. Suerte en tu camino y… ¡nunca dejes los libros!

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Reflexión de Sergio Legaz con motivo del Día del Libro

Publicado por El Librero Callejero el 21 abril, 2019
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A punto de alcanzar el año 2020 resulta evidente que nos hallamos viviendo una distopía en tiempo real. Y no solo por la irrupción de los dispositivos electrónicos, que con su deslumbrante presencia lo han acaparado todo, relegando a los objetos clásicos, tangibles, a la categoría de trastos sin valor. El problema de fondo es más grave. En nuestra época, casi todo -y los libros no son ninguna excepción- se ha convertido en un hábito de consumo. Ya no escuchamos música, como se hacía antes, sino que consumimos una canción tras otra (o nos las meten a la fuerza por los oídos, sin orden ni concierto). Salimos a pasear a las calles y centros comerciales, para vivir una “experiencia de compra” continua. Vemos películas para matar el tiempo, sin que dejen la menor huella significativa en nuestras mentes. Incluso el simple y placentero acto de comer se ha convertido en un mero hábito mecánico: masticamos rápidamente y sin interés los alimentos procesados y empaquetados que las máquinas han fabricado para nosotros.

Los libros, como digo, también han sido tocados por esta maldición consumista. Ya no compramos los libros para leerlos, sino para consumirlos o regalarlos, exactamente igual que haríamos con cualquier otro objeto. Cada vez importa menos su contenido: solo el diseño de su portada, el renombre de su autor y que figuren, a ser posible, en la lista de best-sellers recientes. Entonces el gran viaje de la lectura se convierte en un sucedáneo, en una aburrida visita turística. “Leyendo” de esta manera, terminamos nuestro periplo por las páginas de un libro igual que unos turistas que regresan de sus vacaciones: cargados con cientos de fotos para presumir con los amigos, pero sin haber descubierto realmente los lugares y las gentes: sin habernos enterado de nada.

Desde aquí os invito a detener por un momento la maquinaria y recuperar el ritual de la lectura en toda su lentitud y riqueza. Hay una fascinante corriente subterránea que sobrevive milagrosamente al margen de las novedades y el consumo. Desconecta todos tus dispositivos electrónicos, esconde el reloj, guárdate la VISA y sumérgete con el sexto sentido bien atento en las páginas de tu libro.

La malsana costumbre de estar sentados (Aldous Huxley)

Publicado por El Librero Callejero el 25 octubre, 2018
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“En el pasado hasta un duque tenía que caminar mucho; hasta un usurero, hasta un metafísico. Y cuando no usaban las piernas se sacudían sobre el caballo. En tanto que ahora, desde el magnate hasta su mecanógrafa, desde el positivista lógico hasta el pensador positivo, se pasan las nueve décimas partes del tiempo envueltos en espuma de goma. Asientos esponjosos para traseros esponjosos… en casa, en la oficina, en los automóviles y en los bares, en los aviones, los trenes y los autobuses. Nada de mover las piernas, nada de luchar contra la distancia y la gravedad… Nada más que ascensores y aviones y automóviles, nada más que espuma de goma y una eternidad de estar sentados. La fuerza vital que solía encontrar su salida a través de los músculos desnudos se vuelve contra las vísceras y el sistema nervioso y los destruye lentamente”.

– Aldous Huxley, La Isla (1962)

Los libros, mensajes entre espíritus (Borges)

Publicado por El Librero Callejero el 25 septiembre, 2018
Publicado en: Uncategorized. Etiquetado: autores destacados, citas, reflexiones. Deja un comentario

“Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros, hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros. A lo largo de la historia el hombre ha soñado y forjado un sinfín de instrumentos. Ha creado la llave, una barrita de metal que permite que alguien penetre en un vasto palacio. Ha creado la espada y el arado, prolongaciones del brazo del hombre que los usa. Ha creado el telescopio, que le ha permitido indagar el alto firmamento. Ha creado el libro, que es una extensión secular de su imaginación y de su memoria.

A partir de los Vedas y de las Biblias, hemos acogido la noción de libros sagrados. En cierto modo, todo libro lo es. En las páginas iniciales del Quijote, Cervantes dejó escrito que solía recoger y leer cualquier pedazo de papel impreso que encontraba en la calle. Cualquier papel que encierra una palabra es el mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu. Ahora, como siempre, el inestable y precioso mundo puede perderse. Solo el libro puede salvarlo.

Hugo escribió que toda biblioteca es un acto de fe; Emerson, que es un gabinete donde se guardan los mejores pensamientos de los mejores. Al sajón y al escandinavo les maravillaron tanto las letras que les dieron el nombre de runas, es decir, de misterios, de cuchicheos.

Pese a mis reiterados viajes, soy un modesto Alonso Quijano que no se ha atrevido a ser don Quijote y que sigue tejiendo y destejiendo las mismas fábulas antiguas. No sé si hay otra vida; si hay otra, deseo que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizá con las mismas erratas, y los que me depara aún el futuro”.

Jorge Luis Borges

Extraido del prefacio a la primera edición del Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado (Grijalbo, 1997).

Sergio Legaz: “Apagué el móvil y recuperé mi identidad”

Publicado por El Librero Callejero el 19 abril, 2018
Publicado en: Uncategorized. Etiquetado: personas de la calle. 1 comentario
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Este librero se ha convertido en un activista contra la tiranía de los ‘smartphones’ y la adicción a las pantallas

El Periódico, 4/NOV/2017
Texto: Juan Fernández
Fotografía: Jordi Cotrina

Un buen día, Sergio Legaz –librero nacido en Madrid en 1982 y residente en Barcelona desde hace cinco años– subió al metro y se quedó helado al ver a todos los viajeros con la cabeza agachada en el móvil, «como sometidos por un ser superior». Él mismo había viajado así, pero ese día tuvo una revelación: ya no quería seguir siendo un «esclavo de la pantalla», y no solo iba a cambiar su relación con su smartphone, sino que compartiría su experiencia con todo el mundo. Su libro Sal de la Máquina (Libros en acción) es un sos analógico en plena era digital.

–¿Qué lleva a un librero como usted a convertirse en activista contra los móviles?
Tiene mucho que ver con mi profesión y amor por la lectura. Era un usuario normal de pantallas, pero empecé a notar que cada vez me costaba más concentrarme en los libros, me sentía abotargado, incapaz de leer textos largos. Lo comenté con amigos y descubrí que no era el único que lo sufría.

–¿La culpa era de las pantallas?
Lo comprobé cuando me desenganché. Los smartphones nos incitan a consumir información en pequeñas dosis saltando de un enlace a otro, de un mensaje a otro, de un contenido multimedia al siguiente, sin tiempo para asimilar lo que vemos. Al final, tu mente se habitúa a ese ritmo trepidante y cuando le pides calma o necesitas concéntrate, no puedes.

–¿Cómo se desenganchó?
Al principio sentí estrés y ansiedad. Me había acostumbrado a estar todo el rato mirando mensajes, vídeos y noticias y de pronto vi que no podía parar de hacerlo. Cuando vencí esa barrera noté un gran descanso. Mi mente se relajó, mi capacidad de concentración mejoró y lo más importante: sentí que recuperaba mi identidad.

–¿Su identidad?
Lo peor de la adicción a los móviles es que nos priva de estar con nosotros mismos. ¿Dónde han ido todos aquellos ratos que pasábamos en silencio mirando el paisaje, dándole vueltas a nuestras ensoñaciones o con la mente en blanco? Todo eso forma parte de la condición humana, desde siempre, es nuestro ser más íntimo. Hemos sustituido nuestra identidad mental por el consumo sin freno de contenidos multimedia fugaces e inservibles.

–En su libro también ofrece algunos consejos prácticos.
Esto es muy personal, cada uno debe seguir su camino, pero animo a que prueben a apagar el móvil desde la hora de la cena al desayuno y que disfruten de las últimas horas del día tranquilamente. Y desactiven las notificaciones del WhatsApp. Sean ustedes los que entran en la aplicación cuando quieren, no al revés. Eviten usar el smartphone como despertador, así no tendrán la tentación de mirar los mensajes cuando abran los ojos.

–Hay quien necesita usar el móvil intensamente por motivos laborales.
Entonces separen el uso profesional del lúdico y personal. Aquel está justificado en las horas de trabajo, pero este puede acabar hipnotizándonos. No lo permitamos.

–¿Qué hacemos con los menores? Atrévase a prohibirle el móvil a un adolescente.
Prohibir nunca es la solución. Hay que reflexionar con ellos, no imponer. Mostrémosles las experiencias que tuvimos cuando fuimos adolescentes y no había móviles. Aburrámonos a su lado y pensemos con ellos cómo podemos divertirnos.

–¿Qué efecto le gustaría que tuviera su alegato?
No aspiro a organizar una quema de móviles en la plaza pública ni a volver a las cavernas, sino a que nos hagamos cargo de lo que llevamos en el bolsillo. Reparemos en todos los aspectos de la vida real que hemos perdido por culpa de los móviles y que echamos en falta sin darnos cuenta. Simplemente, pensemos.

Campesino valenciano deja en ridículo a una sala llena de políticos y banqueros

Publicado por El Librero Callejero el 7 abril, 2018
Publicado en: Uncategorized. Etiquetado: cosas que pasan, personas de la calle, reflexiones. Deja un comentario

Por su enorme interés público reproducimos aquí un explosivo discurso extraído del desayuno informativo ‘Fórum Europa. Tribuna Mediterránea’, celebrado el 29 de septiembre de 2015 en Valencia. Vicent Martí, agricultor de la huerta valenciana, recibe el encargo de abrir el encuentro y presentar a Mónica Oltra, Vicepresidenta del Gobierno de Valencia. Ante una sala llena de políticos, banqueros y grandes empresarios, el campesino arranca con un discurso incendiario, fuera de guión, en el que repasa con crudeza los puntos más oscuros del sistema económico vigente y lanza dardos acusadores contra todos los presentes, miembros de las élites del poder y responsables de las grandes injusticias que padece la sociedad. Durante su vibrante intervención, este valiente campesino mantiene temblando en sus asientos a los hombres de las corbatas y los maletines, que por una vez reciben una buena dosis de realidad en las puertas de su propia casa.

Entre otros asuntos, el agricultor recrimina a los ejecutivos que “metan sus cojones y sus ovarios en un despacho” en vez de salir a la calle y sumergirse en la dura realidad que vive la población. Acusa a los medios de comunicación de estar siempre al servicio del poder y no dar voz a las gentes humildes. Señala a los culpables de la destrucción del trabajo en el campo: gigantescas empresas alimentarias que lo han acaparado todo desplazando al pequeño agricultor y al comerciante de barrio. Critica la opulencia de los ricos y advierte de que la oleada masiva de inmigración que experimenta actualmente Europa, es consecuencia directa de los expolios realizados por los gobiernos occidentales y las grandes empresas a los países pobres, y que ha terminado provocando un “efecto retorno” o bumerán, golpeando en la cara a los culpables de tanta miseria.

Vicent Martí acusa también a los dos partidos institucionales del régimen español del 78 (Partido Popular y Partido Socialista) de destruir La Punta, un barrio de alquerías y huertas del sureste de Valencia, demolido para crear la Zona de Actividades Logísticas (ZAL) del Puerto de Valencia, actuación que el Tribunal Supremo terminó declarando nula cuando la destrucción ya era irreversible. Cita igualmente las luchas vecinales por salvar El Cabanyal, emblemático barrio de Valencia que durante años estuvo amenazado de derribo por un plan urbanístico especulador que solo beneficiaba a los mismos corruptos de siempre. Al final, el plan de partición del barrio fue cancelado por el nuevo gobierno de concentración popular valenciano, surgido de los nuevos movimientos sociales que desde 2015 han conquistado el poder en ayuntamientos de todo el Estado Español, y de los que Mónica Oltra, sentada junto al tenaz campesino que vemos en el vídeo, es solo una más de sus muchos representantes. Martí elogia la ética política de Oltra, su humanidad y su implicación “con el corazón” en las tareas de gobierno, en contraposición con la codicia y la ceguera de los políticos tradicionales. El fuego que brota de la boca del campesino Martí nos recuerda a todos que, a fin de cuentas, todavía es posible hacer las cosas de otra forma.

Poesía verdadera

Publicado por El Librero Callejero el 3 marzo, 2018
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En un charco de sangre
se reflejan cielos amplios,
bellas nubes

Jorge Carrasco, Un árbol más mi canto (2017)

Cuando Barcelona era anarquista

Publicado por El Librero Callejero el 3 febrero, 2018
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Hubo una época en la que Barcelona lucía a flor de piel su adn anarquista. Los barrios obreros estaban autogestionados por sus habitantes, la CNT era el mayor sindicato de toda Europa con cientos de miles de afiliados en sus filas, las iglesias, hoteles de lujo y edificios institucionales estaban ocupados por el proletariado para usos sociales e incluso el levantamiento militar de Franco cayó aplastado bajo el poder autoorganizado del pueblo. El presidente de la Generalitat Lluís Companys elogiaba de esta manera a los líderes anarquistas de la CNT-FAI en julio de 1936:

“Hoy sois los dueños de la ciudad y de Catalunya (…). Habéis vencido y todo está en vuestro poder; si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Catalunya,  (…) yo pasaré a ser un soldado más en la lucha contra el fascismo. Si, por el contrario, creéis que en este puesto (…) puedo (…) ser útil en esta lucha, (…) podéis contar conmigo y con mi lealtad de hombre y de político”.

La Revolución proletaria y el golpe de estado del general Franco habían comenzado simultáneamente, aunque solo este último quedaría grabado oficialmente en los registros históricos. En La lucha por Barcelona: clase, cultura y conflicto 1898-1937, el historiador especializado Chris Ealham se encarga de cubrir ese injustificado vacío en la memoria colectiva, desde el desastre de 1898 hasta el momento álgido de la revolución en 1937. Como describiría Orwell en su obra Homenaje a Cataluña:

“Muchas de las motivaciones corrientes en la vida civilizada -ostentación, afán de lucro, temor a los patrones, etcétera- simplemente habían dejado de existir. La división de clases había desaparecido hasta un punto que resulta casi inconcebible (…). En esa comunidad donde nadie trataba de sacar partido de nadie, donde había escasez de todo pero ningún privilegio y ninguna necesidad de adulaciones, quizá se tenía una tosca visión de lo que serían las primeras etapas del socialismo. En lugar de desilusionarme, me atrajo profundamente y fortaleció mi deseo de ver establecido el socialismo. Ello se debió, en parte, a la buena suerte de haber estado entre españoles [catalanes], quienes, con su decencia innata y su tinte anarquista, están en condiciones de hacer tolerables las etapas iniciales del socialismo”.

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¿Cómo se llegó a ese esperanzador estado de cosas, y cómo la Revolución fue luego amputada en seco? ¿Qué papel tuvo la República en criminalizar y reprimir con furia al movimiento obrero? Chris Ealhalm explica en su libro todos los antecedentes del espíritu anarquista en Barcelona, aliñados continuamente con detalles humanos concretos de la vida en los barrios que permiten sentir y comprender mejor la lucha y el carácter de aquellas gentes: nuestros ancestros.

Un documento extraordinariamente esclarecedor que en estos años de torbellino político en España y Catalunya pueden suscitarnos jugosas reflexiones. ¿Ha perdido el pueblo llano su espíritu de lucha en manos del entretenimiento de masas, que nos mantiene distraídos las 24 horas del día? ¿Es posible que ese carácter combativo y empoderador aflore ocasionalmente en acontecimientos cumbre como el 15-M (2011) o el 1-O (2017), y pueda recuperarse conscientemente para encauzar entre todas y todos nuestro destino colectivo? El libro de Ealham es un excelente punto de partida para la inspiración y para la acción.

Conciencia infalible

Publicado por El Librero Callejero el 13 enero, 2018
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“Nuestra conciencia es un juez infalible cuando todavía no la hemos asesinado”.

– Honoré de Balzac, La piel de zapa.

Duelo delirante entre un librero y un lector (caso irreal)

Publicado por El Librero Callejero el 2 diciembre, 2017
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Todos los libreros de viejo y muchos visitantes de librerías han pasado por situaciones semejantes a la que se describe a continuación. ¿Verdad que les suena de algo?

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(Texto extraído de La Gran Aventura Humana, de Miguel Brieva)

El Duelo: una breve parábola sobre las veleidades culturales

En Cádiz hay un librero que es un tipo curioso. Siempre que entras en su tienda de libros antiguos y de ocasión se acerca a ti sigilosamente, y mientras te escruta con mirada penetrante, una voz grave, como de añejo galán con cierta debilidad por el aguardiente, te pregunta:
-¿Desea usted algo?, ¿algún título, algún autor… en particular?
-No, gracias -le respondo yo, con tono amable.
-Seguro que no busca algo en concreto? ¿No se le ocurre? -vuelve a insistir.
-No, qué va; estoy simplemente ojeando, gracias…
-Bueno -murmura mientras se aleja, abandonando ya toda esperanza de servirme, mas renaciendo cual ave fénix de sus propias cenizas de librero contrariado, añade un último-: Pero si a usted se le ocurre algo, me lo dice, ¿eh?
Normalmente, ahí queda la cosa. Yo curioseo aquí y allá y siempre acabo comprando alguna cosa. Al cobrarme, no obstante, percibo en su cara un velado rencor: yo he despreciado su monumental conocimiento de lo que vende.

Hoy, sin embargo, tras su cuarta arremetida insistente, recordé un libro que andaba buscando y, mira tú, le pregunté:
-Perdona… y las Memorias de Adriano, ¿lo tienes por aquí?
Al oir esto reaccionó como un resorte, y antes casi de que concluyese la solicitud, ya estaba girando el cuerpo en una contorsión alborotada y nada elegante, doblando rodillas, tronco y extremidad superior derecha hasta alcanzar un lugar preciso en los anaqueles y, sin mirar siquiera su objetivo, extraer de entre los demás volúmenes aquel que yo había mencionado. Lo depositó entre mis manos y se quedó enfrente, observándome minuciosamente, tratando de adivinar en mi rostro el asombro tras su relampagueante golpe de efecto. Entre mi petición y la atención de esta no habían discurrido apenas ni cinco segundos. Ahora él llevaba la delantera y permanecía ante mí, desafiándome a una segunda prueba. Explicitó el reto con un lacónico:
-¿Alguna otra cosa?
-Bueno, sí… -balbuceé yo mientras urdía apresuradamente mi propia estrategia en este improvisado duelo. Podía pedirle cualquier obra de cualquier autor con la esperanza de que no la tuviera, pero aquella librería albergaba montañas de libros apilados por todas partes, disponía de una trastienda que se entreveía tras un pequeño pasillo, y también de un almacén y quién sabe si un sótano oscuro igualmente atestado de volúmenes. Tomando esto en consideración, tenía todas las de salirse con la suya. Pensé entonces en solicitar algún libro que yo supiese descatalogado desde hacía años, de algún autor prácticamente desconocido, muerto joven y con muy escasa producción, tan solo familiar para los más eruditos aficionados a la literatura. Pero ¿hasta dónde llegaban los conocimientos de este hombre?, ¿y si por un fatal golpe del azar contara en su colección con un ejemplar de una de estas rarezas editoriales? No, no podía arriesgarme a una derrota tan plena, tan incontestable; ser vencido, y serlo además con uno de esos preciados libros que uno busca durante años… ¡eso jamás!
En aquellos instantes era preferible la posibilidad de amansar al librero insolente a exponerme, aunque con ello cayera en mis manos un objeto tantas veces anhelado, a esa mueca insoportable de autosatisfacción, a ese hieratismo tamizado de sutil soberbia que a todas luces decía sin palabras: “¿Lo ve usted? Si hubiera acudido antes a mí, que lo sé todo y lo tengo todo, tal vez se habría ahorrado muchas horas de búsqueda infructuosa, lastimosamente perdidas de su vida… Pero ¡claro!, usted no quería… Una verdadera lástima, desde luego, estando yo como estoy aquí para servirle. Pero, en fin, ya que ha comprobado lo equivocado que estaba, ande, ábrame su corazón, y aún más, venga, sea un nene bueno y cuéntele a papuchito el librito que quiere…”.

¡Hasta aquí podíamos llegar! No podía tolerar ni por un segundo más el curso de sus pensamientos tal como los reproducía en mi imaginación. Aquel hombre se merecía una lección. (¡Ay, cuán cruelmente me comporté en aquellos momentos!) Opté, pues, por la salida extrema: le iba a dar lo que él quería… ¿Que le pidiera libros? Yo le iba a pedir libros, sí, muchos, muchísimos… pero todos inventados.
-… Sí, por cierto -continué la frase por donde la había dejado-, ahora que lo dice se me ocurre algún que otro… libro.
-Dígame qué busca -dijo ahora, con inequívocos signos de excitación y victoria mientras se frotaba las manos.
-Pues bien -proseguí-, ¿tiene Las bayas del camino, de Alexei Lucreaux? -Primera estocada.
-¿Lucreaux?… -comenzó dubitativo- ¿Lucreaux?… Pues no…, debe de tratarse de un autor no muy publicado para que no haya oído nunca de él.
-No se crea -corregí yo con malicia-, tal vez sea el más desconocido de los enciclopedistas, pero a él puede atribuírsele gran parte de los escritos sobre el arte de la pintura de aquella obra monumental. D’Alembert solía decir de él: “Su ascendencia rusa le permite un distanciamiento cultural que le hace especialmente sagaz en el análisis filosófico”. En estos últimos años toda su obra está siendo revisada y su figura es cada vez más considerada en su contexto histórico. Me extraña que usted, siendo librero, no conozca a Lucreaux ni haya leído Las bayas del camino, su única novela, comparada por Flaubert con la Divina Comedia de Dante.
Él me miraba en silencio.
-Bueno, seguramente no lo tiene usted porque lo acaban de reeditar… -añadí, preparando el terreno para el segundo aguijonazo-. ¡Ah!, justo ahora me acuerdo; ¿tiene usted los Ensayos de Weimer Barowikz? Es un libro azul, pequeño…, creo que está editado por Sílfide…
Tras una nueva mueca de desconcierto, el librero contestó a un volumen casi inaudible:
-Creo que no lo tenemos…
Yo, cobrando terreno, volví a embestir:
-Bueno, pero seguro que conoce Paraíso con tiralíneas de Adolfo Quijés, o cualquiera de sus otras novelas: El balcón de la muerte, Helena, Los viajes de Hupemuz…
En este tercer acoso un cambio se ofició en la línea de combate de mi adversario. Él también optó, a su vez, por mentir.
-Sí, claro, aquí hemos tenido algunos libros de él, pero ya no nos quedan.
-Claro, es un autor de cierto éxito -respondí, y de nuevo a la carga, sin compasión- ¿y Hegemonización y decadencia, de Hanna Moss?
-Sí -confirmó él de inmediato-, sí, ese juraría que lo tenemos…, es muy buen libro…, deje que mire en la sección de Política. -Y se encaramó en lo alto de la escalera para revisar mejor los volúmenes de los estantes más elevados-. Moss, ha dicho, ¿no? -preguntaba concentrado sin dejar de pasar libros.
-Sí, Moss… Hanna Moss, con dos eses al final -informaba yo, con total naturalidad.

En este breve interludio, en esta pausa de la batalla, hubo tiempo para reflexionar y hacer balance de los daños sufridos y las bajas infligidas en el enemigo, y, en ese recuento -lo digo ahora modestamente aunque entonces lo pensé con orgullo- yo salía ciertamente mejor parado. Puesto que si bien los dos estábamos mintiendo, yo con los falsos autores y él fingiendo conocerlos, muy distinta era sin embargo nuestra posición. Mientras que mi mentira era el eje principal de mi estrategia -adoptada voluntariamente, lo cual me permitía adivinar que su juego era a su vez mentira-, su mentira no parecía contar con la posibilidad de que yo mintiese a mi vez, pues de haberlo hecho, jamás se habría lanzado por un camino tan lastimoso y ridículo como el que ahora recorría. De haber persistido en él la honestidad de reconocer su ignorancia -ignorancia por otra parte irreal dado que las obras y los autores eran falsos-, mi adversario hubiera mantenido intacta su dignidad y yo, cansado ya de reiterar un engaño sin frutos, me hubiera dado por satisfecho; habría tomado el primer libro, pagado el importe y salido de la librería con la conciencia serena y jocosa, complacido ante mi propia audacia. Y así debería haber sido.
Pero no. Aquel hombre había optado por adentrarse en un sendero sin retorno. La inaceptación de su desconocimiento le hacía serpear, inconsciente de ello, por los márgenes de un insondable abismo de ridículo del cual yo, sólo yo en este vasto planeta, era testigo. Como consecuencia de ello, a mi inicial euforia triunfal le fue paulatinamente siguiendo, conforme el librero buscaba y rebuscaba libros inexistentes, cierta melancolía, un aturdimiento fatigoso de presenciar, y en mayor medida haber provocado, una pantomima tan grotesca. El gesto cada vez más desconcertado de mi oponente -sometido por completo a la tiránica mentira de mis peticiones, fustigando su intelecto con cada una de aquellas obras que escapaban a su alcance- a estas alturas no era ya el espejo cómico en el que se reflejaba mi insensata superioridad, sino un espectáculo triste, patético y sin justificación. Perdí mi firmeza. Sentía piedad y desprecio a partes iguales hacia aquel ser soberbio que, arrinconado en su propio juego, reaccionaba de un modo casi demente. Aquello ya no era un duelo de dos adversarios sobre una balanza equilibrada; el espíritu de competición -deportivo, a fin de cuentas- se había desvanecido. Ya no quedaba más que tortura, sin elegancia, sin esgrima verbal, sin sutilezas.

Llamé entonces al hombre, que se hallaba en esos momentos reptando por entre las cajas del almacén. Sostenía con gran firmeza que allí había visto el libro que buscaba, y regresó por tanto mientras se sacudía el polvo y me aseguraba:
-Sé que está ahí. Lo recuerdo del último inventario…, en fin, si tiene usted un poco de paciencia seguro que doy con…
-No deje, ya vendré otro día -contesté, y me dispuse a enmendar el daño de mi argucia-. Lo que sí quería, ahora me acuerdo, es un ejemplar de Crimen y castigo, si es que lo tiene.
Sus ojos cobraron nueva luz en la atmósfera turbia y polvorienta de la tienda.
-¡Ah! ¡Fiodor Dostoievski! Grandísimo autor, ¡novela excepcional!
Renovado en el acto, me mostró varias ediciones de la obra y me aleccionó sobre calidades de impresión, prólogos, traducciones y forrados en cuero. Finalmente, tomé la más cara y pedí el total por los dos libros. Me despidió en la puerta con idéntica sonrisa a la que mostró cuando entré una hora antes. Examinando su rostro, ninguna traza parecía quedar de su alterada compostura de minutos antes. El pedido satisfecho parecía haber borrado todo rastro de sus infructuosas idas y venidas por la tienda. Él se sentía plenamente ganador.

Salí a la calle sintiendo un escalofrío que recorría desbocado todas mis terminaciones nerviosas. Mientras caminaba por la avenida con el paquete bajo el brazo, me embargó una profunda sensación de derrota, abatimiento e incluso náuseas. Y es que la inconsciencia, así a bocajarro, puede llegar a ser sin duda el arma más fulminante de todas.

 

(A Gustavo, con afecto y gratitud)

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