Todos los libreros de viejo y muchos visitantes de librerías han pasado por situaciones semejantes a la que se describe a continuación. ¿Verdad que les suena de algo?

(Texto extraído de La Gran Aventura Humana, de Miguel Brieva)
El Duelo: una breve parábola sobre las veleidades culturales
En Cádiz hay un librero que es un tipo curioso. Siempre que entras en su tienda de libros antiguos y de ocasión se acerca a ti sigilosamente, y mientras te escruta con mirada penetrante, una voz grave, como de añejo galán con cierta debilidad por el aguardiente, te pregunta:
-¿Desea usted algo?, ¿algún título, algún autor… en particular?
-No, gracias -le respondo yo, con tono amable.
-Seguro que no busca algo en concreto? ¿No se le ocurre? -vuelve a insistir.
-No, qué va; estoy simplemente ojeando, gracias…
-Bueno -murmura mientras se aleja, abandonando ya toda esperanza de servirme, mas renaciendo cual ave fénix de sus propias cenizas de librero contrariado, añade un último-: Pero si a usted se le ocurre algo, me lo dice, ¿eh?
Normalmente, ahí queda la cosa. Yo curioseo aquí y allá y siempre acabo comprando alguna cosa. Al cobrarme, no obstante, percibo en su cara un velado rencor: yo he despreciado su monumental conocimiento de lo que vende.
Hoy, sin embargo, tras su cuarta arremetida insistente, recordé un libro que andaba buscando y, mira tú, le pregunté:
-Perdona… y las Memorias de Adriano, ¿lo tienes por aquí?
Al oir esto reaccionó como un resorte, y antes casi de que concluyese la solicitud, ya estaba girando el cuerpo en una contorsión alborotada y nada elegante, doblando rodillas, tronco y extremidad superior derecha hasta alcanzar un lugar preciso en los anaqueles y, sin mirar siquiera su objetivo, extraer de entre los demás volúmenes aquel que yo había mencionado. Lo depositó entre mis manos y se quedó enfrente, observándome minuciosamente, tratando de adivinar en mi rostro el asombro tras su relampagueante golpe de efecto. Entre mi petición y la atención de esta no habían discurrido apenas ni cinco segundos. Ahora él llevaba la delantera y permanecía ante mí, desafiándome a una segunda prueba. Explicitó el reto con un lacónico:
-¿Alguna otra cosa?
-Bueno, sí… -balbuceé yo mientras urdía apresuradamente mi propia estrategia en este improvisado duelo. Podía pedirle cualquier obra de cualquier autor con la esperanza de que no la tuviera, pero aquella librería albergaba montañas de libros apilados por todas partes, disponía de una trastienda que se entreveía tras un pequeño pasillo, y también de un almacén y quién sabe si un sótano oscuro igualmente atestado de volúmenes. Tomando esto en consideración, tenía todas las de salirse con la suya. Pensé entonces en solicitar algún libro que yo supiese descatalogado desde hacía años, de algún autor prácticamente desconocido, muerto joven y con muy escasa producción, tan solo familiar para los más eruditos aficionados a la literatura. Pero ¿hasta dónde llegaban los conocimientos de este hombre?, ¿y si por un fatal golpe del azar contara en su colección con un ejemplar de una de estas rarezas editoriales? No, no podía arriesgarme a una derrota tan plena, tan incontestable; ser vencido, y serlo además con uno de esos preciados libros que uno busca durante años… ¡eso jamás!
En aquellos instantes era preferible la posibilidad de amansar al librero insolente a exponerme, aunque con ello cayera en mis manos un objeto tantas veces anhelado, a esa mueca insoportable de autosatisfacción, a ese hieratismo tamizado de sutil soberbia que a todas luces decía sin palabras: “¿Lo ve usted? Si hubiera acudido antes a mí, que lo sé todo y lo tengo todo, tal vez se habría ahorrado muchas horas de búsqueda infructuosa, lastimosamente perdidas de su vida… Pero ¡claro!, usted no quería… Una verdadera lástima, desde luego, estando yo como estoy aquí para servirle. Pero, en fin, ya que ha comprobado lo equivocado que estaba, ande, ábrame su corazón, y aún más, venga, sea un nene bueno y cuéntele a papuchito el librito que quiere…”.
¡Hasta aquí podíamos llegar! No podía tolerar ni por un segundo más el curso de sus pensamientos tal como los reproducía en mi imaginación. Aquel hombre se merecía una lección. (¡Ay, cuán cruelmente me comporté en aquellos momentos!) Opté, pues, por la salida extrema: le iba a dar lo que él quería… ¿Que le pidiera libros? Yo le iba a pedir libros, sí, muchos, muchísimos… pero todos inventados.
-… Sí, por cierto -continué la frase por donde la había dejado-, ahora que lo dice se me ocurre algún que otro… libro.
-Dígame qué busca -dijo ahora, con inequívocos signos de excitación y victoria mientras se frotaba las manos.
-Pues bien -proseguí-, ¿tiene Las bayas del camino, de Alexei Lucreaux? -Primera estocada.
-¿Lucreaux?… -comenzó dubitativo- ¿Lucreaux?… Pues no…, debe de tratarse de un autor no muy publicado para que no haya oído nunca de él.
-No se crea -corregí yo con malicia-, tal vez sea el más desconocido de los enciclopedistas, pero a él puede atribuírsele gran parte de los escritos sobre el arte de la pintura de aquella obra monumental. D’Alembert solía decir de él: “Su ascendencia rusa le permite un distanciamiento cultural que le hace especialmente sagaz en el análisis filosófico”. En estos últimos años toda su obra está siendo revisada y su figura es cada vez más considerada en su contexto histórico. Me extraña que usted, siendo librero, no conozca a Lucreaux ni haya leído Las bayas del camino, su única novela, comparada por Flaubert con la Divina Comedia de Dante.
Él me miraba en silencio.
-Bueno, seguramente no lo tiene usted porque lo acaban de reeditar… -añadí, preparando el terreno para el segundo aguijonazo-. ¡Ah!, justo ahora me acuerdo; ¿tiene usted los Ensayos de Weimer Barowikz? Es un libro azul, pequeño…, creo que está editado por Sílfide…
Tras una nueva mueca de desconcierto, el librero contestó a un volumen casi inaudible:
-Creo que no lo tenemos…
Yo, cobrando terreno, volví a embestir:
-Bueno, pero seguro que conoce Paraíso con tiralíneas de Adolfo Quijés, o cualquiera de sus otras novelas: El balcón de la muerte, Helena, Los viajes de Hupemuz…
En este tercer acoso un cambio se ofició en la línea de combate de mi adversario. Él también optó, a su vez, por mentir.
-Sí, claro, aquí hemos tenido algunos libros de él, pero ya no nos quedan.
-Claro, es un autor de cierto éxito -respondí, y de nuevo a la carga, sin compasión- ¿y Hegemonización y decadencia, de Hanna Moss?
-Sí -confirmó él de inmediato-, sí, ese juraría que lo tenemos…, es muy buen libro…, deje que mire en la sección de Política. -Y se encaramó en lo alto de la escalera para revisar mejor los volúmenes de los estantes más elevados-. Moss, ha dicho, ¿no? -preguntaba concentrado sin dejar de pasar libros.
-Sí, Moss… Hanna Moss, con dos eses al final -informaba yo, con total naturalidad.
En este breve interludio, en esta pausa de la batalla, hubo tiempo para reflexionar y hacer balance de los daños sufridos y las bajas infligidas en el enemigo, y, en ese recuento -lo digo ahora modestamente aunque entonces lo pensé con orgullo- yo salía ciertamente mejor parado. Puesto que si bien los dos estábamos mintiendo, yo con los falsos autores y él fingiendo conocerlos, muy distinta era sin embargo nuestra posición. Mientras que mi mentira era el eje principal de mi estrategia -adoptada voluntariamente, lo cual me permitía adivinar que su juego era a su vez mentira-, su mentira no parecía contar con la posibilidad de que yo mintiese a mi vez, pues de haberlo hecho, jamás se habría lanzado por un camino tan lastimoso y ridículo como el que ahora recorría. De haber persistido en él la honestidad de reconocer su ignorancia -ignorancia por otra parte irreal dado que las obras y los autores eran falsos-, mi adversario hubiera mantenido intacta su dignidad y yo, cansado ya de reiterar un engaño sin frutos, me hubiera dado por satisfecho; habría tomado el primer libro, pagado el importe y salido de la librería con la conciencia serena y jocosa, complacido ante mi propia audacia. Y así debería haber sido.
Pero no. Aquel hombre había optado por adentrarse en un sendero sin retorno. La inaceptación de su desconocimiento le hacía serpear, inconsciente de ello, por los márgenes de un insondable abismo de ridículo del cual yo, sólo yo en este vasto planeta, era testigo. Como consecuencia de ello, a mi inicial euforia triunfal le fue paulatinamente siguiendo, conforme el librero buscaba y rebuscaba libros inexistentes, cierta melancolía, un aturdimiento fatigoso de presenciar, y en mayor medida haber provocado, una pantomima tan grotesca. El gesto cada vez más desconcertado de mi oponente -sometido por completo a la tiránica mentira de mis peticiones, fustigando su intelecto con cada una de aquellas obras que escapaban a su alcance- a estas alturas no era ya el espejo cómico en el que se reflejaba mi insensata superioridad, sino un espectáculo triste, patético y sin justificación. Perdí mi firmeza. Sentía piedad y desprecio a partes iguales hacia aquel ser soberbio que, arrinconado en su propio juego, reaccionaba de un modo casi demente. Aquello ya no era un duelo de dos adversarios sobre una balanza equilibrada; el espíritu de competición -deportivo, a fin de cuentas- se había desvanecido. Ya no quedaba más que tortura, sin elegancia, sin esgrima verbal, sin sutilezas.
Llamé entonces al hombre, que se hallaba en esos momentos reptando por entre las cajas del almacén. Sostenía con gran firmeza que allí había visto el libro que buscaba, y regresó por tanto mientras se sacudía el polvo y me aseguraba:
-Sé que está ahí. Lo recuerdo del último inventario…, en fin, si tiene usted un poco de paciencia seguro que doy con…
-No deje, ya vendré otro día -contesté, y me dispuse a enmendar el daño de mi argucia-. Lo que sí quería, ahora me acuerdo, es un ejemplar de Crimen y castigo, si es que lo tiene.
Sus ojos cobraron nueva luz en la atmósfera turbia y polvorienta de la tienda.
-¡Ah! ¡Fiodor Dostoievski! Grandísimo autor, ¡novela excepcional!
Renovado en el acto, me mostró varias ediciones de la obra y me aleccionó sobre calidades de impresión, prólogos, traducciones y forrados en cuero. Finalmente, tomé la más cara y pedí el total por los dos libros. Me despidió en la puerta con idéntica sonrisa a la que mostró cuando entré una hora antes. Examinando su rostro, ninguna traza parecía quedar de su alterada compostura de minutos antes. El pedido satisfecho parecía haber borrado todo rastro de sus infructuosas idas y venidas por la tienda. Él se sentía plenamente ganador.
Salí a la calle sintiendo un escalofrío que recorría desbocado todas mis terminaciones nerviosas. Mientras caminaba por la avenida con el paquete bajo el brazo, me embargó una profunda sensación de derrota, abatimiento e incluso náuseas. Y es que la inconsciencia, así a bocajarro, puede llegar a ser sin duda el arma más fulminante de todas.
(A Gustavo, con afecto y gratitud)